
En Malinalco, lugar de zacate, la hierba se asoma y le rinde honor al sol, al agua, a la tierra y, con su suave reverencia, al viento.

La chicharra
En primavera, suena y reverbera el timbal de las chicharras, que recién emergen de entre las raíces de los arboles malinalcas. Luego de una larguísima espera en silencio, salen dispuestas a todo, abandonan la vieja osamenta y brillan con su radiante par de alas en el reino del cielo abierto. Llego el momento de aparearse: los machos, con un ritmo persistente que agarra fuerza y se mantiene, convocan a las hembras con su concierto.
¡Y no solo eso! Las chicharras le piden al trueno, a la tormenta de Agua derramada sobre la Semilla y al espíritu de la Tierra para que acoja la nueva vida que trajo el Viento, justo antes de la llegada del temporal.
Un nuevo ciclo de vida comienza cuando las ninfas que surgen de los huevos caen de los troncos en donde crecieron, en el albor de la llegada de las lluvias, para enterrarse en las entrañas de la Madre en silencio.

Día de muertos
En México celebramos la muerte en un espacio sagrado, donde se acogen las almas de quienes han sobrepasado los límites del cuerpo, esta festividad prehispánica, nos permite comprender que es la continuación de la vida y no el final, a través de una cosmovisión que abarca memoria, amor y conexión con el inframundo, donde el espacio y el tiempo se borran.
En la ofenda se incluye todo aquello que le gustaba al difunto a quien se le dedica el altar. La presencia de los elementos es fundamental, el agua, para calmar la sed en el largo viaje de vuelta al hogar; el viento, con el papel picado que representa la fragilidad de la vida; el fuego, que llega con las velas resplandecientes; y la tierra, personificada con el delicioso pan de muerto, frutas y especies.
El altar está compuesto por niveles, un mundo en parcelas que comprende nueve regiones llenas de obstáculos, que simbolizan los pasos que debe seguir el alma del difunto para liberar su tonalli, logrando así el descanso anhelado ante la presencia de los regidores de la muerte, Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl.
En Malinalco el Día de Muertos tiene una característica distintiva, se les da especial bienvenida a los “Nuevos Difuntos” recién ingresados al Mictlán, es así que se monta un escenario monumental que los representa ejerciendo su profesión o sus pasatiempos. La costumbre es visitar los altares entregando una vela larga que se entierra en un tronco de plátano, con la intención de orientar a los espíritus con su luz. En esta época, los panaderos se dan vuelo con las encaladillas, una masa que asemeja la pelvis, embetunada con azúcar refinada y huevo, con cinco puntos de azúcar rosada, en representación de cráneo, manos y pies.
¡Que no falte la foto del ser amado en la parte superior del altar para honrar su memoria y el colibrí con el alma del difunto! Las flores de cempasúchil que con su aroma y color los guían de regreso al mundo de los vivos; el copal para purificar el espacio; la sal para preservar su esencia y por último, para la dicha de quienes acompañamos a los muertos en su día, sus platillos favoritos, los dulces de pepita, las muñecas de pan horneadas con leña, los clásicos recortadillos escarchados, las calaveritas, el atole, el ponche y el mezcal para compartir en este día de nostalgia amorosa por la ausencia de nuestros seres amados.

La ruta del mezcal
Doce casas mezclaras componen esta ruta en las montañas hacia el suroeste de Malinalco. La primera en el camino, la mezcaleria “Peña colorada”, conserva la forma en que los tatarabuelos extraían el elixir suculento del noble agave, para ofrecerle a la humanidad el espíritu de Mayaguel, diosa mexica de la embriaguez, y por añadidura, de la fertilidad.
El maestro mezcalero, alquimista de esta bebida mística, debe conocer el entorno para ubicar los agaves silvestres que han alcanzado una madurez aproximada de ocho años.
La primera etapa de la producción es la cocción de las piñas en un horno artesanal, conectado a la tierra, que utiliza cedro tepeguaje, por la cantidad de brasa que produce, ya que se requiere que las piedras volcánicas alcancen el rojo vivo, calor imprescindible para que los corazones del maguey se coloquen en mitades en las orillas y se cubran con palmas durante tres días.
La segunda etapa es la molienda, aquí el maestro prueba las piñas cocidas y decide cuales se desgarran con mazos de madera para dejar la pura fibra de la planta, que durante siete días se fermenta con agua para obtener una especie de caldo dulzón, en el que se cultivan las levaduras que generan alcohol etílico y gas carbónico.
La tercera etapa es el proceso de destilación en alambique, en el que se separa el agua del llamado “mosto” o primer destilado, a través de la evaporación. Una segunda destilación se lleva a cabo con el mezcal ordinario, del que se obtiene «el sanalotodo» para ser disfrutado.
¡Por la salud de todos! Gracias por este día lleno de fuego y transformación, acompañado de las delicias de la milpa.

El árbol de los corazones humanos
Malinalco, fiel devoto al culto lunar, alberga un templo tallado en roca viva, uno de los centros ceremoniales más hermosos y significativos del Anáhuac. Predestinado por la propia naturaleza a ser un lugar sagrado, sus rocas basálticas forman picachos y barrancas que asemejan ciudades verticales, ahí, las hechiceras invocaban al sutil poder de la magia bajo un régimen matriarcal con Malinalxóchitl, diosa de las serpientes y los escorpiones; mujer hermosa de las aguas azules, que mandaba sobre los animales y se convertía en cualquiera de ellos.
La señora de la luna da a luz a Copil, producto de la hierba y de la flor, de la sabiduría del vientre y el corazón; y lo convierte en astrólogo y adivinador. Pero con la llegada de los aztecas al poder, se consagró con inusitada magnificencia al sol, para oscurecer la luz de la luna, y dar entrada a la era de los regímenes patriarcales cuando Huitzilopochtli, dios de la guerra, lo asesina y lanza su corazón a un cañaveral, donde surge un nopal de tunas coloradas “el árbol de los corazones humanos” y se siembra el ombligo de la luna. Es así que el binomio sagrado sol-luna surge cuando el águila, nahual del sol, se posa en el árbol de los corazones y devora a una serpiente, dando a los mexicas la señal para fundar su centro místico en Tenochtitlán, hoy Ciudad de México.

¡A la plaza!
Cuando uno puede darse el lujo de comer tortillas artesanales —cocidas con leña en comal de barro— e ir a la plaza con la canasta para llenarla de la cosecha de un campo bondadoso, es que uno vive las cualidades del entorno. Ahí, la línea del tiempo se borra en el tumulto que alberga la escena de un tianguis en que se comparte la recolecta del día en el piso sobre hojas de plátano. No faltan los tlacoyos, el queso y los huevitos de rancho; hongos, flores y medicinas silvestres… También están los moles, los granos y las semillas… y una oferta de delicias de las huertas para satisfacer cualquier paladar.
Aquí uno vive sin prisa, en compañía del murmullo del agua bajo los puentecitos de piedra y la montaña que nos refugia de los pensamientos alejados de una vida apacible.
Que no falte el mezcalito para convidar el alma.

Vida de pueblo
Sentarse a gozar el fresco de la tarde y otorgar un saludo franco a quien cruce la mirada es lo de acá.
Las campanas de la iglesia redoblan y alborotan el espíritu, es domingo en la mañana. Del muro del atrio penden hacia la calle los adornos de colores que alegran el ojo con sus destellos, murmurando alegría en el frescor de las sombras.
En la esquina adelante se percibe una bolita que ríe alrededor del cántaro con pulque. Más adelante las tortillas se inflan y convocan a los sentidos, se activa el mecanismo de mexicanidad, de dicha y placer, de reconocimiento y resistencia… ¡A gozar!
Así es la vida de pueblo en el Barrio de San Martín, el más antiguo de Malinalco.